Acerca de los contratos

El contrato constituye la manifestación más tradicional de la autonomía de la voluntad como generadora de obligaciones, intuitivamente concebida como la primera fuente de las mismas.

Especie prioritaria del género de las convenciones, cuenta con una abundante y pormenorizada reglamentación, lo que, habitualmente, lleva a olvidar que la primera regla en cuanto a la determinación de su contenido arranca del libre albedrío de las partes. Producto de lo anterior, en ocasiones se procura encuadrar, en forma más o menos forzada, el verdadero querer de los contratantes en modelos contractuales típicos y nominados, obrar que no es ajeno a abogados e incluso al propio legislador, tendiendo a contentarnos con las formas existentes por cómodas y conocidas.

Tal proceder dificulta muchas veces la labor del juzgador a la hora de interpretar el real querer de los contratantes, por cuanto éstos, al revestir su consentimiento con un ropaje que no le acomoda, restringen el rango de acción del tribunal, el cual, enfrentado a la inadecuada calificación hecha por las partes, se ve inhibido de salir del marco impuesto para buscar la verdadera voluntad contractual.

El contrato mantiene en nuestro país un razonable grado de respetabilidad, en el sentido de que quienes lo otorgan sienten en su fuero interno el deber de cumplir lo pactado. No obstante, no puede dejar de observarse que tal sentimiento pareciera estar en decadencia, ya que cada vez un mayor número de personas ha descubierto que el incumplimiento de los deberes contractuales no acarrea una sanción fulminante sino, de contrario, lleva a las partes a la necesidad de arrastrarse en un largo peregrinaje judicial en que no siempre la parte diligente y cumplidora obtiene lo que le corresponde.

Por lo anterior, el estudio de los contratos cobra hoy en día mayor importancia. Sólo un acabado conocimiento de su estructura y funcionamiento permitirá su adecuada elaboración y afinamiento, lo que ciertamente contribuirá a evitar el abuso de personas inescrupulosas que pretendan burlar el cumplimiento de las obligaciones que de ellos se originan.

Concepto de contrato en el Código Civil

En relación con los contratos, el art. 1437 establece que en ellos las obligaciones nacen «del concurso real de las voluntades de dos o más personas», y el artículo 1438 del Código Civil define el contrato como «un acto por el cual una parte se obliga para con la otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa».

Los autores critican esta definición desde dos puntos de vista.

«Se sostiene que es equivocada la terminología que se emplea en dichos artículos, en cuanto se identifican o dan como sinónimos los términos contrato y convención, en circunstancias que la convención sería el género —acuerdo de voluntades destinado a crear, modificar o extinguir derechos u obligaciones— y el contrato sólo sería una especie de acuerdo de voluntades destinado a crear derechos personales y las correlativas obligaciones. Todo contrato es convención, pero no a la inversa. Así, la resciliación, el pago y la tradición son actos jurídicos bilaterales o convenciones, pero no son contratos. Al respecto es conveniente tener presente que son numerosos los ordenamientos en que se identifica el contrato con la convención (BGB, C.C. Italiano)».

«La otra crítica dice relación con la elipsis contenida en el art. 1438 ya que en verdad el objeto del contrato son las obligaciones que él crea, por su parte toda obligación tiene por objeto una o más cosas que se trata de dar hacer o no hacer, según el art. 1460. De modo que cuando el art. 1438 establece que en el contrato una parte se obliga para con otra a dar, hacer o no hacer, se salta una etapa, pues alude a la prestación como objeto del contrato, a pesar de que la prestación como objeto del contrato, siendo que ella es el objeto de la obligación y no el objeto del contrato. Mejor habría sido que el legislador hubiese dicho que el contrato engendra obligaciones y que éstas tienen por objeto dar, hacer o no hacer alguna cosa». (Los contratos, Jorge López Santa María).

Funciones económica y social de los contratos

«A veces el contrato aparece como un utensilio casi primitivo, que sirve para canalizar jurídicamente las necesidades más simples o rudimentarias de intercambio. Múltiples contratos son negocios menores, de trámite rapidísimo, puramente manuales, en los que ni siquiera media la conciencia de estar contratando. El contrato se presenta, entonces, como un instrumento despersonalizado, apto para el constante flujo de bienes y servicios indispensables para la vida cotidiana de una civilización de consumo como la actual. No pocas convenciones se celebran a través de máquinas automáticas. El acuerdo de voluntades, si existe, pasa desapercibido.

En otras ocasiones, en cambio, el contrato aparece como una fina herramienta que permite a las partes satisfacer necesidades más complejas en los campos de la computación, de la transferencia de tecnología, de las actividades mineras, y en varios otros, generalmente el contrato se celebra luego de largos y difíciles tratos preliminares que al fin se cierran en una armonización de las posturas e intereses divergentes de las partes. Lo mismo ocurre, en cualquier campo, y generalmente hay grandes sumas de dinero comprometidas.

Simple o complejo, el contrato cumple evidentemente una función económica de la máxima importancia constituyendo el principal vehículo de las relaciones económicas entre las personas. La circulación de la riqueza, el intercambio de los bienes y de los servicios, primordialmente se efectúa a través de contratos. El mundo de los negocios sería imposible sin contratos. Así las cosas, la vida de todos se halla salpicada de contratos y nadie escapa, de consiguiente, al influjo de las normas legales que los regulan.

La importancia práctica del contrato se mantiene cualquiera sea el régimen económico en vigor, aunque algunos principios y dogmas puedan entrar en crisis si se acentúa el intervencionismo estatal. Cualesquiera sean las relaciones económicas, la contratación subsiste como fenómeno sociológico y jurídico fundamental.

Fuera de la función económica el contrato cumple una función social. No sólo sirve para la satisfacción de necesidades individuales. Además, es medio de cooperación o colaboración entre los hombres.

El trabajo, el acceso a la vivienda, el estudio, la recreación, el desenvolvimiento cultural, el transporte urbano, etc., implican casi siempre la dimensión social o relación cooperadora de unos con otros. Esas y otras actividades son incomprensibles sin contratos.

Sólo en este siglo ha llegado a ser ostensible la función social del contrato. El contrato voluntarista del siglo XIX permitió tantas veces la explotación del débil por el fuerte, que el legislador hubo de intervenir, dictando normas imperativas reguladoras de las principales cláusulas de los contratos socialmente más significativos; apareció así el contrato dirigido, iniciándose el siglo del orden público social o de protección de aquellos carentes de poder negociador.

Pero no siempre la cooperación viene impuesta a los contratantes desde afuera; a veces ésta se genera (la cooperación se realiza) espontáneamente por los participantes en la relación contractual.

Desde un punto de vista más técnico, la función social del contrato se relaciona directamente con el principio de la buena fe, el cual impone a cada parte, el deber de lealtad y de corrección frente a la otra durante todo el trayecto contractual. O sea, desde las conversaciones preliminares o fase precontractual, pasando por la celebración, hasta la ejecución del contrato y las relaciones postcontractuales». (De los contratos, Jorge López Santa María).

Requisitos del contrato

Para que haya contrato basta un acuerdo de voluntades creador de obligaciones, esto es lo único que exigen las disposiciones de nuestro derecho positivo. Así los arts. 1437 y 1438 no requieren más que el acuerdo de voluntades de dos o más personas destinado a crear obligaciones.

Hay autores, como Demogue y Claro Solar, que sostienen que no puede haber contrato si los intereses de las partes no son contrapuestos. Se argumenta en contrario señalando que la sociedad es un contrato y los intereses de los socios no son opuestos, ya que aunque son distintos, tienen un mismo fin: la utilidad en el negocio.

Otros, como Hauriou, sólo consideran contratos a los actos jurídicos que crean obligaciones de efecto temporal o transitorio, como la compraventa y la permuta. Dentro de esta doctrina, no serían contratos los acuerdos de voluntad que dieran origen a situaciones jurídicas permanentes. Según ella, el matrimonio, la adopción, la sociedad, etc., no serían contratos, pues a más de generar obligaciones, crean estados o situaciones jurídicas de carácter permanente, destinadas a durar largo tiempo.

La expresión contrato envuelve tanto a las convenciones que dan origen a obligaciones patrimoniales como a las que generan obligaciones morales.

Fundamento de la obligatoriedad de los contratos

La determinación del fundamento en que se basa la fuerza obligatoria de los contratos es un problema que pertenece a la Filosofía del Derecho y sobre cuya solución discrepan los autores.

Algunos justifican la obligatoriedad de los contratos por una exigencia de la vida social, en cuanto es un imperativo de ésta la contratación, por cuya virtud se operan los cambios y se satisfacen las necesidades humanas. Esta opinión peca de ser ambigua, ya que de esta manera se justifican todas las normas jurídicas, pero no se explica de modo específico la norma que impone la observancia de la obligación contractual.

Bentham recurre al concepto de utilidad o interés individual, que impulsa, por motivos de conveniencia, a guardar las promesas. Los contratos tienen fuerza obligatoria, porque es útil y conveniente para los interesados, pues si una persona no cumpliese, nadie querría contratar con ella.

Pufendorf basa la obligatoriedad del contrato en un pacto social tácito, según el cual cada hombre se compromete con los demás a guardar fidelidad a su palabra.

Giorgi recurre al concepto de la veracidad: estando el hombre obligado a decir la verdad y a obrar en conformidad a ella, tal deber le alcanza cuando manifiesta su voluntad de obligarse.

Otros autores hallan la razón de la fuerza obligatoria en la limitación que la persona impone a su propia libertad. Si el derecho de crédito se concibe como una relación que vincula en favor del acreedor, la libertad del deudor limitadamente a uno o más actos determinados, se adecua a la naturaleza del vínculo contractual y es plenamente satisfactoria la construcción que afirma que se trata de una voluntad de abdicación de una parte de la propia libertad por un lado, y de la correspondiente apropiación de ésta por el otro. El que se obliga contractualmente renuncia relativamente a uno o varios actos a regir por sí la propia actividad, y como la renuncia se hace en favor de otro, éste adquiere el derecho de penetrar en la esfera no libre de aquél.

Pero, de este concepto, en opinión de Ruggiero, hay que remontarse a otro más elevado que constituye el verdadero fundamento de la obligatoriedad del contrato: La unidad de la voluntad contractual. Las voluntades aisladas de los contratantes en el momento en que declaradas coinciden, pierden cada una su propia autonomía y al fundirse dan lugar a una nueva voluntad unitaria (voluntad contractual) y ésta será la que regirá dentro de la esfera preestablecida, las relaciones entre las partes; las voluntades aisladas no pueden sustraerse a la voluntad contractual, porque su contenido se ha independizado totalmente de esa libre voluntad de las mismas.

El consentimiento en los contratos

La base fundamental sobre la que reposa el contrato es el consentimiento de las partes, esto es el acuerdo de voluntades de dos o más personas sobre el objeto jurídico. Todo contrato, cualquiera sea su naturaleza o calificación, cualquiera sea la obligación que genere, para una o ambas partes, supone el consentimiento de las mismas, porque nace del acuerdo de voluntades: sin él no hay contrato. Sólo quedan afectados los que han concurrido con su voluntad a celebrar el contrato; son las partes contratantes quienes pueden beneficiarse de los derechos que engendre o ser afectados por las obligaciones que pueda crear. Todo contrato, legalmente celebrado, es ley para los contratantes, (art. 1545).

Quién no ha concurrido con su voluntad al contrato, quien no ha expresado su voluntad para generarlo, es un tercero ajeno al mismo. Él no puede invocar los derechos que origina ni quedar afectado por las obligaciones que del contrato emanan.

Sin embargo, la regla señalada no tiene carácter absoluto. Hay casos en los cuales la ley considera de interés público admitir contratos que puedan afectar y obligar a personas que no han prestado su consentimiento. Esto ocurre en los contratos colectivos, que pueden definirse como «Aquellos que afectan y obligan a todos los miembros de un grupo o colectividad determinada, aunque no hayan consentido en el contrato, por el hecho de formar parte de dicho grupo». (De los contratos, Jorge López Santa María).

Si la ley exigiere en los contratos colectivos la aplicación rigurosa del principio que sólo se obliga el que ha consentido, habría casos en que sería imposible su aplicación: nunca faltarían quienes se opusieron a su realización, y como el interés de los más debe prevalecer sobre el de los menos, la ley admite que la mayoría, con su decisión, imponga su pronunciamiento.

Nuestra legislación presenta varios casos de aplicación del contrato colectivo. Ejemplo:

  • El convenio judicial de acreedores;
  • El acuerdo de los tenedores de debentures, y
  • El contrato colectivo de trabajo.

Contratos de Derecho Patrimonial y de Derecho de Familia

En los contratos de Derecho Patrimonial, la ley es la voluntad de las partes; impera el principio de la autonomía de la voluntad. Las partes pueden convenir todo respecto de su contenido, efectos y extinción, porque su voluntad es la suprema ley en todos los contratos creadores de derechos y obligaciones patrimoniales.

En los contratos de Derecho de Familia no ocurre lo mismo. Las partes no pueden atribuir efectos diferentes a los que la ley señala y, tampoco, fijar duración distinta a la establecida por la ley. Los individuos que contraen matrimonio no pueden pactar que se generen tales o cuales obligaciones, ni pueden estipular condiciones o subordinar su duración a un plazo. Estos contratos son tales en cuanto nacen del concurso de las voluntades de las partes. Ellas son libres para celebrarlos o no, y en este sentido puede decirse que son contratos. Más tarde, una vez prestado el consentimiento, cesa la libertad de los individuos, debiendo aceptar los contrayentes los efectos que la ley señala.

El principio de la autonomía de la voluntad rige con mayor amplitud en las relaciones patrimoniales, especialmente las relativas a los derechos personales o créditos. Tratándose de los derechos reales, la voluntad no es tan absoluta. En efecto, la propiedad, sea mueble o inmueble, está organizada por la ley, ya que determina cómo se adquiere el dominio, sus efectos, etc., es decir, todo lo concerniente a organización de la propiedad está excluido de la voluntad de las partes, no sucediendo lo mismo con los derechos personales o créditos, donde la voluntad de las partes puede desarrollarse ilimitadamente.

Elementos de los contratos

De acuerdo con el art. 1444, en cada contrato se distinguen las cosas que son de su esencia, las que son de su naturaleza y las puramente accidentales.

La autonomía de la voluntad

En materia de contratos, la suprema ley es la voluntad de las partes. Ella es la que dicta el derecho, la que elige la regla jurídica por la cual se van a regir el o los vínculos que crean. Los contratos necesitan el acuerdo de voluntades de dos o más partes, y es éste, salvo ciertas restricciones establecidas por la ley para proteger a los incapaces y en interés público o de la moral, el que determina su alcance, extensión, efectos y duración.

Esta facultad para determinar a su entera voluntad y sin más restricciones el alcance, efectos y duración del contrato que celebran, constituyen la autonomía de la voluntad, principio que sigue siendo la base de la teoría contractual.

La autonomía de la voluntad puede definirse diciendo que «Es la libre facultad de los particulares para celebrar el contrato que les plazca y de terminar su contenido, efectos y duración» (Curso de Derecho Civil, Tomo V – Antonio Vodanovic). En virtud de este principio, los particulares son libres de celebrar los contratos que más convengan a sus intereses, sean o no previstos y reglamentados especialmente por la ley. Ellos tienen la más amplia libertad para pactar del modo que sea más útil y conveniente a sus fines, para atribuirles a los contratos que celebren efectos distintos de los que la ley les atribuye y, aun, para modificar su estructura jurídica.

En virtud de la autonomía de la voluntad, las partes pueden transformar en solemne un contrato consensual (arts. 1802 y 1921); modificar un contrato suprimiendo cosas de la naturaleza del mismo, alterar su contenido, objeto, efecto, alcance, los derechos y obligaciones que engendra, su duración, etc.

Por esto, las leyes que rigen los contratos son supletorias de la voluntad de los contratantes, aplicándose únicamente en el silencio de éstos.

La misión de los jueces sobre el particular es establecer la voluntad de las partes, mas no crearla ni sustituirla.

Este principio de la autonomía de la voluntad, que establece la libre facultad de los particulares para pactar los contratos que les plazca, de terminar sus efectos, duración, contenido, etc., no es una libertad ilimitada, ella tiene restricciones, que son:

No pueden los particulares alterar o modificar las cosas de la esencia de los contratos, pues si lo hacen, éste no produce efecto alguno o degenera en otro diferente, (art. 1444). Así las partes contratantes, invocando la autonomía de la voluntad, están impedidas de pactar una compraventa sin precio o un arrendamiento sin renta. La voluntad es insuficiente para crear un contrato donde según la ley no puede existir.

Las limitaciones impuestas por las leyes fundadas en el orden público o la defensa de las buenas costumbres. Las partes nada pueden estipular contra las prohibiciones legales, el orden público o las buenas costumbres. Es nulo absolutamente el contrato que adolece de ilicitud de objeto o causa, (art. 1682).

La autonomía de la voluntad, tal como la consagra el C.C. y la casi totalidad de la legislación mundial, no es sino la aplicación de las ideas de la Revolución Francesa aplicadas a los contratos. Se dice que si los derechos son meras facultades que la ley reconoce a los individuos para la satisfacción de sus propias necesidades, es lógico que los individuos puedan ejecutar aquellos actos que les plazca o conduzcan a ello (a la satisfacción de sus necesidades), siempre que se mantengan las limitaciones fundadas en el orden público y las buenas costumbres. La consecuencia es que la voluntad de los contratantes debe ser limitada en los casos extremos.

La intervención del legislador en materia contractual debe reducirse al mínimo, porque siendo el contrato resultante del acuerdo de voluntades de dos personas en pie de igualdad jurídica, no puede ser fuente de injusticias.

La teoría de la autonomía de la voluntad lleva a tal extremo el rol creador de la voluntad, que, según ella, muchas disposiciones legales no serían sino la interpretación de la voluntad tácita o presunta de las partes. Así, la sociedad conyugal nace a falta de otra estipulación por ser el deseo de los contrayentes; en la sucesión intestada se supone que el difunto quería que se le sucediera en el orden que la ley determina.

Las exageraciones del principio de la autonomía de la voluntad produjeron una reacción y severas críticas en su contra.

No sólo se ha negado a la autonomía de la voluntad toda fuerza creadora de obligaciones, sino que se ha criticado el fundamento mismo del principio.

Se arguye, por los detractores, que no es efectivo que el contrato no pueda engendrar injusticia, que no es verdad que los contratantes se encuentren en pie de igualdad, puede haber una igualdad jurídica, que la situación ante la ley sea tal, pero ello puede no corresponder a las circunstancias reales de los contratantes. Señalan que muchas veces el contrato es impuesto por una de las partes a la otra, la cual o acepta las condiciones o no contrata.